Campus de Princesa, Universidad Nebrija • Madrid, 15 de septiembre de 2021 • Fotografía: Zaida del Río

La comunicación en la era de la instantaneidad

Luismi Pedrero

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Lección magistral en la apertura del curso 2021/22 en la Universidad Nebrija

No les oculto el honor que supone para mí pronunciar esta lección inaugural del curso 2021/22 representando a la Facultad de Comunicación y Artes de la Universidad Nebrija. Por ello, y en primera instancia, no puedo sino agradecer con orgullo la invitación y asumir con respeto la responsabilidad que lleva aparejada dada la solemnidad del acto y la atención y expectativas que reciben quienes intervienen en él. Trataré de mantener ese interés –ojalá también satisfacer las expectativas– con un discurso que lleva por título “La comunicación en la era de la instantaneidad” y se articula en torno a los siguientes cuatro apartados.

1. LOS MEDIOS QUE MECEN LA CUNA

Tal día como hoy hace 35 años, el 15 de septiembre de 1986, posiblemente a estas mismas horas, la discográfica EMI lanzaba como single la canción del grupo británico Queen Who Wants to Live Forever (¿Quién quiere vivir para siempre?). Era una balada cuya emotiva profundidad melódica se multiplica en la letra de su conmovedor estribillo: “¿Quién quiere vivir para siempre? ¿Quién se atreve a vivir para siempre cuando el amor debe morir?”

Desde aquel mismo día, el tema comenzó a pincharse con intensidad en las emisoras Top 40 en todo el mundo. El Top 40 es el formato radiofónico dedicado a la difusión continuada, casi en bucle, de las canciones que son éxito en cada momento en la industria del pop; sus creadores lo llamaron así porque se inspiraron en las gramolas de los bares que permitían elegir una canción al introducir una moneda: en aquellas máquinas sólo cabían cuarenta singles. Lo paradójico de esta radio radica en que es precisamente la repetición de los mismos títulos la que ayudaba a conseguir que se hiciesen populares y que la audiencia se decidiera a comprar los discos que los contenían.

Ese logro se basaba en una estricta fórmula de programación –les sonará el término ‘radiofórmula’– que no solo organizaba la rotación de los discos, sino también la ubicación de las cuñas publicitarias, los indicativos y hasta la duración de las intervenciones del locutor. Su lógica se asienta sobre un calculado equilibrio entre las novedades y las canciones que ya llevan varias semanas en antena. Cada sábado se estrena la lista de 40 discos clasificados por colores: rojos, verdes, azules, negros y blancos. El total de discos rojos, los recién publicados, siempre es más reducido que el de los verdes, que se llevan radiando varias semanas, a su vez menor que el de los azules, los negros y los blancos, progresivamente más veteranos y conocidos.

Al aplicar la radiofórmula, y por una simple progresión matemática –que no deja de ser un sencillo algoritmo–, los títulos más nuevos se van repitiendo siempre más veces que los antiguos, lo cual genera un flujo armónico que consigue que el oyente se mantenga atento a la escucha; más aún, que interiorice las pautas de repetición hasta saber cuándo sonará su tema favorito y adapte así sus hábitos a los que establece la emisión.

El ejemplo de la radio musical, de sus lógicas de programación, sus sinergias con otras industrias culturales y su efecto sobre la atención de los oyentes simboliza –y no de forma casual– la etapa de los medios de comunicación masivos que a lo largo del siglo XX se erigieron en herramientas esenciales en la vida cotidiana de la sociedad. Como enfatiza el sociólogo Nik Couldry, “se trata de tecnologías que transmiten y preservan contenidos a los que les damos algo tan imprescindible como un significado, porque un mundo sin significado no tendría sentido para nosotros”.

2. LA MEDIACIÓN DEL CONSUMO ANALOGICO

El objetivo de esta lección inaugural, resumen de un texto más extenso del que ya disponen en papel los aquí presentes y que quienes están conectados podrán leer en su versión digital, es identificar cómo han evolucionado los contextos y ambientes que condicionan la actividad de los medios de comunicación, sobre todo en lo relativo a la tecnología y a sus efectos sobre el modo en que accedemos a los contenidos. Esta es la base de la ecología mediática, teoría articulada por el filósofo canadiense Marshall McLuhan cuya síntesis es que las tecnologías de la comunicación –desde la escritura hasta las pantallas móviles– generan ambientes que afectan a quienes las utilizan y alteran sus patrones de percepción de modo constante y sin ningún tipo de resistencia.

Hasta que llegó Internet, los medios se basaban en lenguajes y tecnologías analógicas que circulaban de manera centralizada, unidireccional y vertical. Podíamos elegir un diario en el quiosco, sintonizar una u otra emisora en el dial hertziano o movernos con el mando a distancia por las cadenas de televisión –eso que popularmente llamamos zapping–, pero no disponíamos de más opciones de interacción ni de participación directa e inmediata. Cada medio formaba parte de una industria autónoma con sistemas de distribución y soportes de consumo propios e inintercambiables: papel, transistor, televisor, tocadiscos, walkman, casetes, vinilos, cintas de VHS…

A quienes hoy sumamos más de 30 años aún nos cuesta entender la actual realidad de los medios porque fuimos educados en una etapa de emisión lineal de radio y TV, de consumo sincrónico, de mensajes irreversibles y de horarios impuestos. Ese ambiente, por ejemplo, naturalizó la permanencia pasiva del espectador frente al televisor y su conformidad con la duración de contenidos y géneros. Pero también modeló su criterio para decodificar y asimilar sus claves narrativas y estéticas. En otras palabras, cimentó una alfabetización mediática sobre la que varias generaciones de espectadores supimos interpretar de forma simultánea e inequívoca los programas, sus estrategias y también, y sobre todo, el tiempo exigido para asimilarlos.

Se entiende muy bien si nos fijamos en los géneros de ficción. Los seriales televisivos, por ejemplo, se asentaron como productos dramatizados abiertos, corales y no conclusivos, con diálogos que retoman una y otra vez la base de la historia. Así se facilita que puedan seguirse sin demasiada atención, incluso aunque no veamos algún capítulo. Se emitían normalmente en la sobremesa, igual que los seriales radiofónicos, que –por cierto– terminaron siendo bautizados como soap operas (“operetas de jabón”) porque sonaban a la hora de fregar los platos y estaban patrocinados por marcas de detergentes.

Los argumentos de un serial se dosificaban para alargarlos durante toda la temporada; los espectadores asumían esa narrativa lenta que les retenía durante meses aunque percibieran que las tramas apenas avanzaban; eso sí, para incentivar el regreso diario, los guionistas recurrían al final de cada capítulo al cliffhanger, una situación extrema en algún personaje que daba pie a una angustia que solo podía mitigarse viendo el siguiente episodio. A los espectadores venezolanos aquellos finales se les antojaban picaduras de curiosidad, como las de una culebra, y por eso los críticos televisivos de aquel país calificaron las telenovelas como “culebrones”; fue tan celebrado ese epíteto que el “culebrón” no sólo designa ya un género audiovisual, sino incluso situaciones complejas y enrevesadas en nuestra vida cotidiana.

La frecuencia –y la tensión– diaria de estos dramáticos seriales contrastaba con la cadencia de las series, con las que el espectador también establecía un vínculo emocional, pero desde tramas secuenciadas semanalmente. Aunque las problemáticas de los personajes progresaran en cada episodio, no era sino hasta el último día cuando se conocería el resultado final, fuese cual fuese la naturaleza del relato: ¿quién habrá cometido el crimen? ¿Encontrará el niño italiano (y el pequeño mono) a su madre emigrada a Argentina? ¿Se terminarán casando el médico viudo y su cuñada?

En la era analógica las series se planificaban por trimestres: trece capítulos y semanas, que es el tiempo habitual entre el verano y Navidad, o desde el comienzo de año hasta Semana Santa. Si una cadena conseguía seducir a su audiencia tras el primer capítulo, se aseguraba su concurrencia fiel durante tres meses, y si el espectador se enganchaba a esa historia, sabía que debía aguardar pacientemente todo ese periodo para conocer su desenlace.

La correlación entre los géneros y formatos y la configuración de las pautas de consumo mediático puede rastrearse en ejemplos más allá de la ficción: el relato informativo se construía sobre criterios periodísticos adaptados a cada variantes expresiva y a cada medio. El boletín de radio, por ejemplo, se emite cada hora y cuenta en tres minutos lo último, lo importante y lo que viene: no cabe nada superfluo en ese resumen. Un informativo principal de radio o televisión, en cambio, se extiende media o una hora, pero fija bloques para ordenar la actualidad por secciones; ésa es una herencia de los periódicos, quienes organizaban los datos de la noticia bajo el esquema de una pirámide invertida: un titular, una entradilla o lead con las respuestas a las famosas cinco preguntas básicas –qué, quién, cuándo, dónde y por qué–, y un desarrollo o cuerpo en el que resultaba preceptivo escribir de lo más a lo menos importante por si el lector no disponía del tiempo necesario para leer toda la noticia.

Desde la teoría de la ecología mediática, y en términos de alfabetización, la ciudadanía accedía a los mensajes no solo sincrónicamente, sino además, y sobre todo, semánticamente, ¡y sin formación previa! Sabían diferenciar los géneros, distinguían la información del entretenimiento y discernían la publicidad de la ficción.

3. EL ECOSISTEMA DIGITAL

Las innovaciones tecnológicas seguirían modificando en las últimas décadas del pasado siglo nuestra relación con los medios. En 1980 nació CNN, primer canal de cable especializado en noticias, y un año después lo hizo MTV con una fórmula parecida al Top 40, pero ahora basada en videoclips. Este formato introducía una importante novedad narrativa al concentrar las historias en solo tres minutos, la duración estándar de las canciones pop. Más vertiginosos eran aún los relatos del spot publicitario, que se constituiría como una gran escuela gratuita y obligatoria para instruir en la estética del fragmento y la velocidad: cómo no entender el concepto de la elipsis ante el mágico poder blanqueador de un detergente en apenas segundos…

La FM en la radio, y el cable y el satélite en la televisión, brindaron la multiplicación de canales especializados accesibles a cualquier hora; el VHS y el videoclub supusieron la primera aproximación al ‘cine a la carta’; el compact disc y su lectura automática de canciones anticipaban la escucha bajo demanda en plataformas de música; el walkman, el discman y la miniaturización de los transistores hicieron portable e individualizado el consumo de audio, y fue así como la hibridación de las tecnologías analógicas y digitales flexibilizó la relación de oyentes y espectadores con los medios y empezó a redefinir sus expectativas y pautas de consumo.

Pero no sería hasta la digitalización intensiva del sistema mediático cuando se alteraron para siempre las lógicas de producción de la industria y, sobre todo, las rutinas y prácticas de los usuarios. La convergencia de tecnologías, la confluencia de canales y la hibridación de narrativas ha transferido de forma recíproca los lenguajes y formas expresivas de los medios analógicos: ahora podemos leer, escuchar o ver contenidos elaborados indistintamente por la prensa, la radio o la televisión desde terminales que concentran –y también multiplican– las opciones de ocio y entretenimiento de un modo inimaginable hace solo 20 años. Y ello ha consagrado, además, una exigencia inexcusable: cualquier contenido debe estar disponible en cualquier momento, lugar y desde cualquier dispositivo. Cuanto antes. De inmediato. ¡Ya!

En este proceso han adquirido un papel determinante las plataformas, que se han instituido en el epítome, en el paradigma o ejemplo ideal de lo que supone el ecosistema mediático digital. Estos espacios virtuales configuran un cada vez más amplio y variado repertorio de servicios interactivos, desde las omnipresentes redes sociales o los repositorios de contenido generado por los usuarios hasta los sitios de venta e intercambio de productos o los de competiciones de videojuegos, sin olvidar, por supuesto, los de acceso en streaming a inmensos catálogos de contenido audiovisual y sonoro. Lo curioso es que esta última variante de plataformas –el caso de Netflix con las películas o el de Spotify con la música pop– se basaron en sus inicios en la agregación, eran meros contenedores –como un videoclub o una fonoteca– de títulos producidos por compañías de las industrias cinematográfica o discográfica.

Pero pronto se dieron cuenta de que necesitaban contenidos específicos y exclusivos para competir entre sí, y terminaron por convertirse en una cada vez más poderosa alternativa a los medios. Con una particularidad: cuando vemos series en HBO, cuando escuchamos canciones o podcasts en Apple, cuando visualizamos los videos de un youtuber o la transmisión de partidos de fútbol en ese portal que nació emitiendo partidas de juegos electrónicos, aunque creamos que actuamos de modo individual, único e inimitable, en realidad estamos delimitando un perfil de consumo cuyas pautas y gustos se pueden identificar, rastrear y hasta predecir al instante gracias al big data y a la inteligencia artificial.

La sofisticada complejidad tecnológica de las plataformas ha introducido un cambio trascendente en el ecosistema mediático: su certera capacidad para brindar menús personalizados sitúa a cada usuario en el centro de la oferta con el fin de absorber lo que antes se llamaba tiempo disponible y ahora se denomina ‘tasa de atención’. Para ello, le somete a un intenso e incesante bombardeo de estímulos de toda índole con el fin de instigar su permanencia ante todos los dispositivos de acceso a los contenidos, sobre todo los smartphones.

4. LA ERA DE LO INSTANTÁNEO

Seguro que no son conscientes de ello, pero nos conectamos a Internet casi siete horas al día, y la mayor parte de ese tiempo a través de plataformas. El cómputo de todas nuestras interacciones allí genera un volumen de datos inaprensible con las métricas y escalas de la era analógica: parece increíble, pero en un solo minuto se contabilizan en el mundo dos millones de visualizaciones en Twitch; 700.000 stories en Instagram; 70 millones de mensajes en WhatsApp; 5.000 descargas en TikTok; 200.000 comentarios en Twitter; 500 horas de videos subidos a YouTube; un millón y medio de actualizaciones en Facebook y 28.000 suscriptores viendo series en Netflix. Al terminar mi intervención habrá 10.000 horas de nuevos contenidos solo en YouTube. Tal vez por eso me han pedido que no tarde mucho…

Frente a tan apabullante torbellino, cada vez más desprovisto de contextos o referencias que permitan una digestión comprensible, siquiera ordenada, es otra vez la tecnología (y su apropiación por parte de los creadores) la que está alumbrando una nueva relación entre los medios y los usuarios. Y, de nuevo, el tiempo se convierte en la variable que mejor la define. Por un lado –y eso supone una revolución respecto a la etapa analógica–, en el ecosistema mediático actual podemos alterar la dimensión temporal: aunque los días siguen sumando 24 horas y los minutos 60 segundos, la compresión digital del audio y el vídeo no sólo permite obviar cabeceras, encadenar episodios o saltar fragmentos, sino además alterar la velocidad en la reproducción de cualquier contenido hasta reducir a la mitad o a la tercera parte su duración original. En un solo día ahora podemos ver series y películas, o escuchar discos y audiolibros para los que antes necesitábamos, al menos, dos.

La pregunta resulta inevitable: ¿a dónde conduce semejante optimización? ¿Es posible apreciar así las peculiaridades narrativas y estéticas que vuelca en su obra un compositor, un guionista, un intérprete o un director? Como razona el periodista Ashlee Vance, autor de una biografía sobre Elon Musk cuya versión en audiolibro fue consumida por muchos usuarios al doble de su velocidad, conectar el cerebro a una máquina para asimilar la máxima información posible a la mayor velocidad posible termina por convertirse en un proceso mecánico donde manda la eficiencia, pero no la emoción.

En contrapartida, en el medio-de-medios que es Internet ha eclosionado una nueva especie narrativa, la de los formatos textuales breves, que han dado lugar a la que el profesor Carlos Scolari denomina ‘cultura snack’. En nuestro menú mediático ya son habituales y cotidianos los tuits, los hilos en Twitter, las stories, los snaptchats, las alertas en el móvil, las newsletters, los tiktocks, los posts, los memes, los stickers, los mensajes con emoticonos… El listado resulta en realidad inagotable, porque irá creciendo y cambiando al ritmo de las innovaciones en dispositivos, aplicaciones, interfaces, redes sociales o plataformas, y evolucionará según los vayan adoptando –y adaptando– los usuarios.

Como explica el propio Scolari, los actuales microformatos mediáticos condensan historias breves, pero no intrascendentes o irrelevantes; de hecho, entroncan con otras expresiones micro-textuales del conocimiento previas incluso a los propios medios: las adivinanzas, las alegorías, las parábolas, los mandamientos, los proverbios, los estribillos, los refranes ¡o los aforismos! Decía Séneca que cuando una idea se deja amonedar en un aforismo, puede alcanzar la velocidad de un proyectil. Y eso que aún no conocía la potencia de un mensaje que se hace viral a través de las redes sociales…

En solo cuarenta años la humanidad ha transitado de un sistema de comunicación simple y lineal a otro de interacciones múltiples y cada vez más ramificadas. Por efecto de la tecnología –también de la creatividad–, la continuidad narrativa de series y seriales ha mutado en un caudal evanescente y desagregado de snapchats y stories; en lugar de zapping en TV, hacemos scrolling en Twitter o swipe out en Instagram; las retransmisiones de eventos ahora desbordan YouTube o Twitch, y las canciones pop ya no cobran popularidad en las radios Top 40, sino en TikTok.

Pero allí no hay fórmulas, sino algoritmos. Se han acabado las cadencias y las frecuencias, se han esfumado los géneros y pierden sentido las parrillas de programación. Todos los contenidos se pueden disfrutar ya, en cualquier momento y lugar, antes siquiera de que los podamos intuir; lo afirmaba sin titubear el director general de Google en 2010, hace más de una década: “la tecnología llegará a estar tan lograda que será difícil que alguien vea o consuma algo que no se haya programado a su medida”. Como usuarios de los medios, somos lo que las máquinas dicen de nosotros.

Este proceso ha subvertido la ontología del tiempo mediático: en su día, la sistematización y dosificación de los contenidos analógicos propició una alfabetización conducente a un pensamiento analítico y estructurado. Sin embargo, el actual ecosistema digital, fruto de un entorno computacional que fragmenta y democratiza el conocimiento, ha diluido las estructuras y los contextos, difuminado las etiquetas y borrado las en otro tiempo irrenunciables categorías de género, de canal y hasta de medio.

Vivimos en plena era del acceso fácil e instantáneo a la información y al entretenimiento, pero ni la facilidad ni la inmediatez garantizan por sí solas la pertinencia, mucho menos la comprensión crítica, de aquello que consumimos. Más que nunca, se hace imprescindible la alfabetización mediática digital. Porque, parafraseando la canción de Queen, y con una imagen de la película Los Inmortales –de cuya banda sonora fue su tema central–, ¿quién se atreve a vivir para siempre si la comunicación no aporta el significado para entender y saber afrontar lo que nos rodea?

Muchas gracias.

• Acceso al texto íntegro de la lección inaugural

• Enlace a la presentación visual de apoyo

• Crónica del acto académico en “Actualidad Nebrija”

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Luismi Pedrero

Periodista, profesor e investigador en la Facultad de Comunicación y Artes de la Universidad Nebrija (Madrid)